Mi mamá tiene una paleta de madera en la cocina. Es una paleta de madera marrón como cualquier otra, para mover el dulce de plátano maduro en semana santa, o alguna que otra olla gigantesca en la cocina. Es una paleta de madera con historia, ya que nunca ha sido utilizada para cocinar, pero se mantiene como el recuerdo de una amenaza adolescente. Un día cualquiera, mi madre llegó a casa del mercado, y tenía la paleta, aún tenía las etiquetas de compra. La sacó de la bolsa, y me la mostró:
—¿Ves esta paleta?— me dijo —te la voy a poner en la cabeza una día de estos.
Era una sentencia a futuro, una solo pie fuera del camino, y aquella paleta, de facciones delicadas, pero pesada como un mazo, iría a parar a mi testa , con un solo movimiento que la partiera, sin remordimiento alguno contra mis pobres huesos.
Mi mamá guardó la paleta en la cocina, donde estaban el resto de instrumentos de repostería, testigo silencioso de toda mi sinvergüenzura. Mi madre ha sido toda la vida una mujer trabajadora, nunca la he visto reposando o descansando, siempre está haciendo alguna cosa. Desde hace mucho le ha tocado hacer el rol de juez, jurado y verdugo, mi padre murió cuando tenía diez, y mi hermana siete, y desde entonces ha sido padre y madre para nosotros.
Aún después de haber asumido ese rol, mi madre ha sido intransigente con nuestra educación, yo por mi parte nunca he sido buen estudiante, mucho menos disciplinado, ordenado y demás características ejemplares, que podría suponer convertirme en el hombre de la casa, como si tal cosa pudiera asumirse de manera natural. Así que seguramente le causé más de un dolor de cabeza, más de un disgusto, y seguramente más de una decepción. Una vez empecé a trabajar y obtuve una independencia más o menos ligera de mis propias finanzas, siempre mi madre estaba allí para aconsejarme, para enseñarme a no gastar más de lo necesario y solo comprar lo que realmente me hace falta.
Luego en algún momento dejé la rebeldía de la adolescencia, y ese ímpetu incendiario de querer tener la razón, y decir que podría saber mi mamá si no me entiende. A lo que ella siempre me respondía:
—Si fui yo quien te parió, te conozco mejor de lo que te conoces a ti mismo.
Siempre discutía por cualquier cosa, y en lo que considero quizás empezó a ser un atisbo de madurez empecé a darme cuenta que mi mamá siempre tuvo la razón, que sabe más por viejo que por diablo, y que nada hacía llevándole la contraria sino que más bien debía escuchar y dejarme guiar por su sapiencia a través del tiempo.
Mis tías por supuesto, madres sustitutas en la distancia con cada verano que pasaba a mi alrededor, me enseñaban también con su sapiencia, y mi personalidad está moldeada con la suma arcana de sus consejos y sus formas. Quizás la lejanía, ese elemento indecible que ahonda cuando se extraña, me hacen sentir más cerca de lo que me enseñaron.
Hoy, 3 décadas contadas, cada vez que entro en la cocina, cada vez que tengo un dejo de adolescencia rezagada, cada vez que mi madre lo considera siempre me lo recuerda de forma inequívoca y solemne:
—Esa paleta que está en la cocina tiene tu nombre. Un día de estos te la voy a poner.
Y seguramente, un día de estos, así sea cuando me case, se romperá sobre mi cabeza.
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Max Muller