Tiempos Dracónicos

De lila

Iba de afán, abrí la puerta y la vi allí, vestida de un morado magnífico, su cabello rojo con lazos dorados brillaba con luz propia, unas alas hechas de un vapor casi imperceptible emanaba de su espalda. Era hermosa, era quizás la mujer más hermosa que jamás había visto en mi vida. Se volteó y me sonrío. Le sonreí de vuelta, y frunció el ceño. Estaba paralizado, su belleza, no me permitía moverme, estaba en paz, totalmente, nunca había sentido tanta tranquilidad. Se acercó y con una voz dulce y aterciopelada me dijo

“¿puedes verme?” asentí como pude con la cabeza, ella soltó una carcajada muy sentida, y me dijo “Mañana” se dió la media vuelta y avanzó por aquella calle matutina. Los gritos no se hicieron esperar, y el caos avanzó como una cortina que se corre sobre el vecindario. La vecina de enfrente acababa de morir.

Me levanté temprano al día siguiente, pensando en todo lo que había visto. Y escuché el picaporte de la puerta. Tenía la suerte de vivir en una casa, con picaporte, en este mundo moderno donde las puertas abren desde el móvil, Y ahí estaba ella, tenía su cabello rojizo recogido en una trenza, un ojo gris, un ojo verde, y sentí la misma parálisis. “¿No me invitas a pasar?” desperté de mi estupor y la invité a pasar. Su fragancia de flores silvestres era embriagante. Se sentó en la mesa. Preparé café y serví con galletas, y nos sentamos en silencio.

“Puedes preguntarme lo que quieras” dijo ella con una voz tranquila mientras partía a la mitad un biscuit de chocolate. Pensé profundamente lo siguiente que iba a decir “¿eres la muerte?” afirmó con su cabeza mientras sorbía del café caliente. “¿vienes por mi?” pregunté, no sentía temor, ella exudaba calma. Pensé que sentiría terror, pero si esto era la muerte, podría abrazarme a ella. “No, solo vine por el café y las galletas. Nada más”

Se levantó y se fue. Una vez cada 3 domingos la muerte se sentaba a mi mesa a tomar café, y comer galletas; a veces venía con dos o tres almas acompañandola, unas figuras brillantes, como de gas hecho de plata, flotando pasivamente a su alrededor, sus miradas eran tranquilas, casi resignadas. Una vez entró con un niño, de unos 6 años. Nuestras mañanas ocurrían por lo regular sin conversación, no era necesario. Ella disfrutaba el café, yo disfrutaba de su presencia, de su calma.

Esta vez sentí curiosidad “¿Que le sucedió?” pregunté. “Cáncer” respondió ella, como quien comenta que el cielo está nublado, el niño se veia abatido, como si la vida lo hubiera traicionado. Me dió gracias por las galletas y se marchó.

Ese domingo la puerta sonó, un par de horas más tarde de lo acostumbrado. Cuando abrí, vestía de un rojo carmesí intenso, se veía realmente hermosa. Supe que había algo distinto, no adornaba con la sonrisa usual que siempre traía consigo. Si no más bien una melancolía. “¿vienes por mi?¿Finalmente?” le pregunté, ella me miró con ternura, y una voz tras de mí respondió “No. Por mi” La muerte se llevaba la mujer que amaba. Sentí pánico. “Estoy lista” le dijo a la muerte y se echó en el mueble, su alma salió lentamente como una neblina paliducha teñida de azul. Me sonrío una última vez, y me dió el beso cálido del amor que termina. Y la vi marcharse con ella, siguiéndola. Resignada. Abracé su cuerpo aún tibio, y lloré, como nunca antes.

Antes de las 3 los paramédicos ya habían retirado el cuerpo sin vida de mi esposa. La amaba tanto. Y ahora estaba solo. Su funeral vio a todos sus amigos y su larga y numerosa familia. No sabía que decirles, que conocía a la muerte y le abrí la puerta para dejarla entrar en nuestro hogar. No teníamos hijos.

El siguiente domingo me levanté, cargado de preguntas, y dudas. Puse la greca en la hornilla y deje las galletitas sin destapar. Y me senté, a esperarla. Nunca llegó, la muerte no me visitó ese domingo. Posiblemente lo olvidó, o sentía angustia por lo que haría.

El siguiente domingo, tampoco me visitó. Ni el siguiente. Ni el próximo. La muerte nunca más llegó a mi hogar. Desahuciado caminaba como zombie. Trabajé sin rumbo. Escribí sobre ellas dos, una el amor de mi vida, y la otra, la mujer que desbalanceó mi universo. Los críticos me alabaron; decían que era una de las metáforas más precisas que habían visto. No era una metáfora, yo solo sonreía y asentía, Pulitzer, Nobel, todos los premios que pudieran imaginar. Pero ninguno me daba tranquilidad. La esperaba, religiosamente, todos los domingos, pero nunca regresó.

Hoy cumplo 75 años, y escribo esto sentado en una máquina de escribir antigua que consiguió mi editor. He viajado todos los continentes, he conocido tantos cuerpos, he probado tantos besos, nada me llena, nada me sacia. Siento un vacío en mi corazón.

Hoy, domingo, alguién llamó a mi puerta, algo que no sucedía hace más de 50 años. Abrí y la vi, con su traje lila, brillaba como la luz del sol, sentí tranquilidad. “¿Es mi hora?” fue todo lo que alcancé a decir. Ella, extendió su mano y me acarició el rostro, árido, curtido, sonrió.
Entró, se sentó como hacía siempre y probó el café, yo me he sentado a escribir estas líneas, con la última cosa que posiblemente he de escuchar:

“Primero, café y galletitas”

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