Tiempos Dracónicos

Crónica Impertinente I: Madrugada

La noche, oscuridad perenne y peligrosa, un silencio imperturbable se abraza a los techos de todas las casas, con sus puertas cerradas, y todos los cerrojos imaginables de todos los tipos posibles con sus luces apagadas, nada se mueve, solo el viento y la lluvia a veces juega con las hojas de los árboles generando algún tipo de movimiento en la temida madrugada caraqueña.

La noche, esa dama respetada por todos, que con su manto cubre a algunos, aquellos que caminan solo bajo la protección de su oscuridad mientras los demás nos refugiamos en la seguridad aparente de puertas de acero y cercado eléctrico, mientras tratamos de soñar con un futuro donde las siete de la noche no sea un toque de queda voluntario, algunos se atreven a continuar viviendo como lo hacían. Desafiando la noche y su oscuridad.

Por supuesto, esa tranquilidad inquebrantable y desesperante, que se arrastra debajo de las puertas con sus murmullos de media noche, pasos que hacen eco en los callejones sombríos, mientras algunos hacen de La Noche, una forma de vida, una escapatoria al caos diurno de una ciudad que pareciera haber perdido su identidad en un rincón abandonado, dejada a sus anchas por el tiempo, recolectando cicatrices y huesos rotos, una identidad que pareciera nunca haber sido nuestra, sino una actitud prestada de algún lugar recóndito de la tierra. Esa tranquilidad que quita el sueño, hace pensar en quién se esconde esperando su presa, cazadores de incautos podríamos definirlos, buscadores del oro, y amantes del poder que suelen tener, un rush de adrenalina incontrolable, la emoción del momento, juez, jurado y verdugo, decidiendo en cuestión de segundos si vale la pena interrumpir a la noche en su paso velado y romper la paz con el ruido enceguecedor.

***

Tambaleándose por una esquina, va aquel hombre, unos cuantos tragos atormentando su hígado, sin preocuparse demasiado, el alcohol nubla su juicio y sus sentidos dejando una sensación de tranquilidad en el subconsciente, que a veces, solo a veces, se desinhibe y pasea tranquilamente por las calles, sin pensar en los cazadores que acechan, sin percatarse de la hora, o el momento. Simplemente va, sin pensarlo demasiado, hasta que el frío acero interrumpe sus pensamientos haciéndolo llegar a una sobriedad casi absoluta resultado de un golpe de adrenalina al corazón que parte de su frente, sus oídos ensordecen y sus ojos se enfocan repentinamente enviándole una náusea que lo hace despertar de su trance de forma violenta. Lo último que ven sus ojos es el fuego repentino antes de caer en una oscuridad total, donde solo reina un silencio agotador y una oscuridad infinita.

Y el sol vuelve a salir, mientras todos pasamos alrededor del garabato de tiza blanca en el suelo, mientras las señoras de la cuadra comentan entre murmullos y suspiros, la crónica de una ciudad impertinente.