Tiempos Dracónicos

Balada de Perséfone

La luz de la noche fluye por los cristales de la ventana, como luz divina azulada que cruza la bóveda celeste. Las estrellas palidecen con su luz, el cielo se ilumina como si de un segundo sol paserra por el zenith nocturno. La luz lo despierta y se levanta y mira a Perséfone andar en su carruaje celestial, caballos blancos como la nieve tiran de una carroza que brilla con luz propia, moviéndose lentamente, sin apuro alguno, acariciando la luz de las estrellas con la punta de sus dedos, la diosa lo mira, sonríe y continúa su camino a través del espacio sideral. Persiguiendo el sol, huyendo del alba.

Helios aparece en todo su esplendor calentando a todos las criaturas de la creación, aves, personas, roedores. Pero aquel muchacho solo puede soñar con la luz azulada de su señora cruzando la penumbra. Sale de su habitación y sube al techo con su guitarra y un par de hojas de papel donde escribir, un pote de tinta y una pluma fuente. Las cuerdas nuevas aún tensas y testarudas, cantan en la punta de sus dedos la canción de la luz de la luna. Una balada para perséfone. Escribe todo el día y buena parte de la tarde. Las cuerdas se rompen, se desafinan, la guitarra llora y ríe con su canción. Coloca el punto final sobre su papel y se sienta a esperar pacientemente.

La noche finalmente llega y la espera con devoción. Pero la diosa no cruza el cielo nocturno, una oscuridad perenne cubre el cielo y la lluvia cae, áspera y fría. ¿Dónde está la diosa que con su luz hace que todo tenga sentido? Espera, como el alba espera al sol, y entona su canción triste, desolación en las notas, no hace falta escribir lo que se siente cuando lo que se siente se hace música. Así que entona su balada triste, perfecta, cadente, hiriente, mientras la lluvia distorsiona las notas lo suficiente para convertirlo en melancolía.

Las noches pasan, el cielo oscuro se hace regla más que excepción y todas las noches toca su balada para Perséfone, esperando que su canto atraviese la oscuridad y llegue hasta los sentidos de la luz nocturna que lo inspiró.

Como todas las noches, sube al techo, toca su canción, en la penumbra impenetrable, hasta que en algún momento luego de la media noche puede ver el carruaje moverse a través de las nubes que cubren sus estrellas, lo ve avanzar, pero sus manos no se detienen, simplemente tocan, hasta que la luz infinita divina se detiene de forma innatural y con cada nota aumenta, hasta cubrir con su esplendor todo su campo visual. La diosa lo ha escuchado, y ha venido a visitarlo. Abre la puerta de su carruaje y se detiene frente a él sonriendo con luz propia. Lo invita a empezar nuevamente y el hombre obedece. Toca la balada de Perséfone con todas sus incidencias, el tiempo le ha agregado cadencia a cada nota, sentimiento a cada pulsación, las cuerdas ríen y lloran con su ejecutante y una vez terminado la diosa le extiende su mano y lo invita a su carruaje.

Se pierden entre las nubes del ocaso y Helios persigue el carruaje sin poderlo alcanzar. Lo persigue como la vida misma. Esa noche una estrella nueva en el firmamento. La constelación del trovador, la única estrella que no palidece con el paso del carruaje celestial, entona su canción, y deja sentir cada nota reverberar en el viento.

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